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Cuando era muy chico, una montaña de libros desbordaba por el costado de mi "placardt", en algunas estanterías decoradas de mi habitación y por todos ladoSalir "al centro" significaba volver con música y libros. Bueno, a veces música no, a veces juguetes no; pero libros, sí. Libros que despertaban curiosidad, libros con ilustraciones( siempre) y otros bastante antipáticos en caso de que no las tuvieran. Cualquier ocasión era buena para lerr, incluso aquella que implicaba pasar horas ordenando el caótico "placardt": la situación era motivo de conflicto porque la limpieza jamás terminaba. Me quedaba leyendo cualquier cosa que apareciera: los libros impecables, las revistas "Anteojito", las revistas "Leoplan" que habáan sido de mi abuelo y una extraña composta de restos de libros y revistas rotos- casi siempre provenientes de la heredada biblioteca de mi abuelo poeta siempre desbordante de todo tipo de misterio amarillo y húmedo- en donde hallaba novelas clásicas y figuras de animales lejanos, tan fascinantes por su belleza como por su repugnancia.
Leer...era como una palabra que sabía a caricia. Algo delicado, sutil, misterioso, pero de grandes implicancias sensorio afectivas.
Transcurrió el tiempo y aparecieron las artes visuales y el teatro. La imagen y el cuerpo. El movimiento y la voz. El mundo de los musicales, la presencia del otro, la fascinación por esos personajes vueltos carne y respiración. La cuestión física, la vida del día a día, el abrazo, la risa, el beso, la caricia real( la de la piel), la sensualidad...todo en un maremoto de sensaciones que avasallaban en el día a día y que movieron a la otra palabra, a esa ansiedad trastornada, desesperada, desaforada por la palabra que sabe a caramelos rompiéndose entre los dientes: escribir. Era necesario escribir. Era imperioso escribir. Y la caricia se volvió de una sensualidad violenta. algo así como un rasguido de piel, como una morbosidad de sudor y jadeos, como un montón de abrazos y revuelcos. ¡Escribir ahora, ya, sin pausa, sin espera! Y borbotear un millón de ideas que iban escritas en pedazos de papeles, en computadoras, en cuadernos, en servilletas, en la arrogancia de quien se cree poseedor de todas las ideas y todos los personajes y todas las locuras y todas las genialidades, soy el autor de mil situaciones!
El Prepotente ya no necesitaba de la palabra que sabe a caricia; el Bruto necesitaba una bolsa de caramelos y una revolcada morbosa.
Los libros quedaron juntando moho en el "placardt". Pasaron a ser algo que moraba antiguamente en las vidrieras de las librerías y en bibiliotecas demasiado extensas y densas como para dedicarles minutos de la bestial ansiedad del Prepotente.
La "cosa intelectual" había pasado a ser obsoleta y hasta entorpecedora. El libro era algo que se leía por fragmentos desde una fotocopiadora.
El libro...una pieza aburrida de museo aburrido juntando polvo en un placardt, en una biblioteca decorativa.
Hace menos de un año me ví frente a un combo de grandes responsabilidades intelectuales; no importa el detalle, estaba frente al " por qué" de muchas cosas. Y no sabía el por que. Y comprendí algo terrible en cuestión de pocos minutos: que la caricia era la que me daba la respuesta. Que la caricia era la que tenía la sabiduría.
Leer.
Leer y pensar eran semejantes. Caricias y serenidad.
Dios mio: los libros.
Y ese éxito editorial que veía azorado convertirse en mil versiones diferentes pero que conservaba el encanto del artefacto de tapas coloridas y hojas olorosas y seguía contando historias.¡Contando historias! Las dos palabras que me fascinaban sin ambages.
Los caramelos en la boca no debían prescindir de las caricias: simplemente porque carecían de sabor.
Me acerqué a esas vidrieras, a esos estantes, a ese "placardt" como un pecador arrepentido que vuelve al seno del templo, como el hijo pródigo. Ahí estaban. No habían sido allanados ni por la fotocopia ni por la maravillosa computadora: seguían manteniendo la dignidad de la época en que fueron únicos. Los Libros( la hermosa palabra que engola la dicción) estaban ahí.
Y de pronto, en mis manos, mi prueba de galera, mi libro. MIs palabras escritas, mis bolsas de caramelos puestas en el artefacto de tapas coloridas y hojas olorosas.
Y desde entonces, gracias a esa epifanía necesaria, a esas instancias de terror y fascinación, las vidrieras de las librerías se volvieron tan sensuales como antes lo habían sido las vidrieras de ropa, las puertas de un restaurante, la tentación de los cuerpos.
Ahora camino buscando esos libros, fascinado con sus diccionarios, con sus imágenes, con sus estudios, con sus guiños intelectuales y divertidos- divertidísimos!- que me muestran que la "cosa intelectual" es tan dinámica, fresca y optimista como ese adorno de pájaros coloridos en casa de Ysa.
Ahora la lluvia de libros vuelve a saber como una caricia.
Ahora comprendo- con inexactitudes personales- que abrir un libro es abrir un mundo. No es metáfora: es la apertura al mundo que mora en una persona, tan complejo y tan inestable como el mundo poblado de animales extraños bellos y repugnantes. Y como es inestable, se necesita siempre volver a buscar la otra mirada, la otra búsqueda, la otra opinión.
Quizá por eso los Libros nunca morirán. Porque su belleza es inalterable y porque este mundo no puede ser completamente suplantado por una versión completamente práctica y aburrida.
Porque, como en el mundo de la magia, los libros enseñan en castillos de torretas y galerías ocultas.
Y la caricia me hace volver a mi infancia.
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