Escribo "diario" y me doy cuenta de que ya no es así. Es una crónica ( por cierto, bastante sui géneris porque no está respetando un orden cronológico demasiado estricto pero, pongámosle, es una licencia poética que uno puede permitirse) de esos días de frío jamás vivido y de una bruma húmeda que envuelve la ciudad luz donde me levanto muy temprano, acompaño a Fer a su trabajo y allí me toca recorrer solo la Rue Taitbout siguiendo el consejo simple de Fernando: "Seguí la calle derecho y llegarás al Sena". Como turista nuevo que no habla una palabra de francés y lo pronuncia peor, me largo por esa callecita deslumbrantemente bella que tiene mucho, muchísmo de Buenos Aires y que tengo intenciones de seguir hasta que el río me sorprenda y en sus puentes y sus orillas, otras atracciones y rincones que descubrir.
Pero, las calles de París son tramposas. Se vuelven sinuosas en el momento menos esperado, se cortan, cambian de nombres y cuando uno quiere acordar, no sabe muy bien en donde está. He tenido la cautela de ir registrando fotos de cada indicador para saber como desandar el camino andado pero cuando llego a una avenida muy parecida a la nuestra de Mayo, me asaltan, literalmente, carteles indicadores que me tientan irrefrenablemente a seguirlos como Alicia sigue a los extraños personajes del País de las Maravillas.
L´Opera.
Me digo..."no puede ser" pero me salgo de la rue Taitbout, camino por la avenida que se abre hacia una rotonda sobrecogedoramente grande y diviso el Gran Hotel y el Café de la Paix en medio de esa llovizna. En el que llamo efecto travelling que parece diseñado ex profeso en la Ciudad Luz voy girando mientras su arquitectura me abre paso y ahí, frente a mí, dejándome con un golpe en el corazón, está ella.
La Casa de la Música.
La Ópera Garnier.
Para quienes no sean muy fans del musical quizá sólo les suene como un edificio bello y majestuoso. Para los que nos enamoramos allá a inicios de los 90 con las misteriosas voces que nos contaban sobre el monstruo oculto en las catacumbas que amaba a la prodigiosa y bella Christine Daeé, es el encuentro con la leyenda. Me río y lloro al mismo tiempo olvidándome del Sena y de cualquier orientación porque ahí está el hogar del Fantasma de la Ópera, la joya arquitectónica que esconde los misterios de una historia de amor y horrores. Los personajes de Leroux, la música inconmensurable de Andrew Lloyd Webber, la belleza en estado puro.
Y me arrojo literalmente a su interior, mientras una multitud de turistas asiáticos con largos abrigos negros y celulares sofisticados cuyos traductores funcionan full time esperan para entrar al hermoso monstruo arquitectónico y descubrir sus misterios.
Elijo que la visita no sea guiada para poder acurrucarme en sus rincones tanto como guste. No conoceré la sala pero recorro su famosa escalinata ( e internamente canto ¡Masqueraaaaade!) esperando ver aparecer el temible fantasma rojo de la calavera llevando el libreto de Don Juan. Y camino escaleras descendentes y penumbrosas sintiéndome un poco como Christine mientras recuerda a su célebre padre. Y tomo fotos sin parar queriendo apropiarme de cada rincón y de cada momento porque simplemente es increíble estar presente y vivo en los lugares en donde uno ha soñado siempre desde la distancia.
El tiempo parece detenerse y no soy consciente de la hora. El shop de la Opera me deslumbra porque entre los cientos de cientos de souvenirs pequeños( a cual más delicado que el otro) aparecen libros( la versión original de Caperucita Roja escrita por Perrault, discos extraños y valiosos, una bellísima versión en video de La Dame Aux Camellies, ballet con música de Chopin y mil maravillas más que debo dejar si quiero tener un margen para seguir visitando maravillas.
Porque en una callecita aledaña, de esas que se escurren en escasos metros, hay una desembocadura con efecto travelling que me lleva hacia la casa de Napoleón y la Pirámide de Cristal...
Pero, las calles de París son tramposas. Se vuelven sinuosas en el momento menos esperado, se cortan, cambian de nombres y cuando uno quiere acordar, no sabe muy bien en donde está. He tenido la cautela de ir registrando fotos de cada indicador para saber como desandar el camino andado pero cuando llego a una avenida muy parecida a la nuestra de Mayo, me asaltan, literalmente, carteles indicadores que me tientan irrefrenablemente a seguirlos como Alicia sigue a los extraños personajes del País de las Maravillas.
L´Opera.
Me digo..."no puede ser" pero me salgo de la rue Taitbout, camino por la avenida que se abre hacia una rotonda sobrecogedoramente grande y diviso el Gran Hotel y el Café de la Paix en medio de esa llovizna. En el que llamo efecto travelling que parece diseñado ex profeso en la Ciudad Luz voy girando mientras su arquitectura me abre paso y ahí, frente a mí, dejándome con un golpe en el corazón, está ella.
La Casa de la Música.
La Ópera Garnier.
Para quienes no sean muy fans del musical quizá sólo les suene como un edificio bello y majestuoso. Para los que nos enamoramos allá a inicios de los 90 con las misteriosas voces que nos contaban sobre el monstruo oculto en las catacumbas que amaba a la prodigiosa y bella Christine Daeé, es el encuentro con la leyenda. Me río y lloro al mismo tiempo olvidándome del Sena y de cualquier orientación porque ahí está el hogar del Fantasma de la Ópera, la joya arquitectónica que esconde los misterios de una historia de amor y horrores. Los personajes de Leroux, la música inconmensurable de Andrew Lloyd Webber, la belleza en estado puro.
Y me arrojo literalmente a su interior, mientras una multitud de turistas asiáticos con largos abrigos negros y celulares sofisticados cuyos traductores funcionan full time esperan para entrar al hermoso monstruo arquitectónico y descubrir sus misterios.
Elijo que la visita no sea guiada para poder acurrucarme en sus rincones tanto como guste. No conoceré la sala pero recorro su famosa escalinata ( e internamente canto ¡Masqueraaaaade!) esperando ver aparecer el temible fantasma rojo de la calavera llevando el libreto de Don Juan. Y camino escaleras descendentes y penumbrosas sintiéndome un poco como Christine mientras recuerda a su célebre padre. Y tomo fotos sin parar queriendo apropiarme de cada rincón y de cada momento porque simplemente es increíble estar presente y vivo en los lugares en donde uno ha soñado siempre desde la distancia.
El tiempo parece detenerse y no soy consciente de la hora. El shop de la Opera me deslumbra porque entre los cientos de cientos de souvenirs pequeños( a cual más delicado que el otro) aparecen libros( la versión original de Caperucita Roja escrita por Perrault, discos extraños y valiosos, una bellísima versión en video de La Dame Aux Camellies, ballet con música de Chopin y mil maravillas más que debo dejar si quiero tener un margen para seguir visitando maravillas.
Porque en una callecita aledaña, de esas que se escurren en escasos metros, hay una desembocadura con efecto travelling que me lleva hacia la casa de Napoleón y la Pirámide de Cristal...
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